TAQUILE
Taquile, la isla más grande del lago Titicaca (localizada a 35 kilómetros al norte del Puno); conserva intactas las tradiciones, costumbres y leyes de la época incaica.
Al descubrir este pueblo de hombres y mujeres solidarios que lo comparten todo, el viajero tiene la sensación de haber dado un salto en el tiempo, para revivir un pedazo de la grandiosa historia de los hijos del Sol.
Sus miradas se encuentran e irradian fulgurantes chispitas de ternura. Ella sonríe con timidez, se repliega, esconde su rostro cetrino y con sus manos frías, crispadas, temblorosas, hace girar una especie de trompo de lana; él, se sacude la camisa, patea una piedrecita, suspira con nerviosismo. Vuelve a su tejido.
Ausencia de palabras. Él, dibuja símbolos mágicos en un chullo (gorro de lana); ella, hila con premura y destreza, pero el silencio incómodo, pesado, insoportable, rompe el encanto, quiebra el halo de ternura; entonces, se imponen los trazos cotidianos y los esbozos de la rutina en las isla de los arcos de piedra, en la tierra de los pequeños senderos, en la comunidad que se rige por las leyes de los Incas.
Estampas cotidianas: Mujeres hilanderas, hombres tejedores, niños juguetones, comuneros encorvados por el peso de unos bultos amorfos, campesinos que abren surcos en la tierra, viajeros que buscan recuperar las energías perdidas en el ascenso tortuoso, porque hay que subir una escalera de más de 567 peldaños -rayo de piedra que serpentea entre andenes de verdor- para llegar al pueblo de Taquile, un enclave del pasado en las aguas siempre azules, siempre sagradas del lago Titicaca.
El "chullo" está listo. Él observa su obra con ojos de serena satisfacción: repasa los colores y los diseños extraños. Lo usará un hombre casado de la comunidad o un turista deseoso de llevarse un recuerdo. No hay duda, le gusta tejer, lo hace desde que era un pequeñín, como ordenan las viejas tradiciones de su pueblo; pero también le gusta ella, su compañera que lo mira de soslayo.
Ahora, ya no puede ocultar su nerviosismo en el tejido. Está expuesto y desarmado. Se pone a silbar pero olvida la melodía, luego saluda a los vecinos que merodean por el sendero. Pantalones negros, camisas blancas y fajas bordadas los hombres; manto oscuro para protegerse del Sol, polleras multicolores y blusas rojas las mujeres. Él quisiera que se marcharan, que se quedaran todo el día. No es así. Se van. Lo dejan sólo.
Piensa, reflexiona, se decide a hablar. Palabras en quechua. Breves, certeras, ¿ásperas o dulces?. Ella se sonroja, sus dedos se enredan en el hilo y pierde el control del trompo de lana. Ambos ríen, ella recoge el objeto caído; él, acaricia el "chullo" como si estuviera pensando en la posibilidad de quedárselo. Tal vez, sólo tal vez, él lo necesitará muy pronto.
Al descubrir este pueblo de hombres y mujeres solidarios que lo comparten todo, el viajero tiene la sensación de haber dado un salto en el tiempo, para revivir un pedazo de la grandiosa historia de los hijos del Sol.
Sus miradas se encuentran e irradian fulgurantes chispitas de ternura. Ella sonríe con timidez, se repliega, esconde su rostro cetrino y con sus manos frías, crispadas, temblorosas, hace girar una especie de trompo de lana; él, se sacude la camisa, patea una piedrecita, suspira con nerviosismo. Vuelve a su tejido.
Ausencia de palabras. Él, dibuja símbolos mágicos en un chullo (gorro de lana); ella, hila con premura y destreza, pero el silencio incómodo, pesado, insoportable, rompe el encanto, quiebra el halo de ternura; entonces, se imponen los trazos cotidianos y los esbozos de la rutina en las isla de los arcos de piedra, en la tierra de los pequeños senderos, en la comunidad que se rige por las leyes de los Incas.
Estampas cotidianas: Mujeres hilanderas, hombres tejedores, niños juguetones, comuneros encorvados por el peso de unos bultos amorfos, campesinos que abren surcos en la tierra, viajeros que buscan recuperar las energías perdidas en el ascenso tortuoso, porque hay que subir una escalera de más de 567 peldaños -rayo de piedra que serpentea entre andenes de verdor- para llegar al pueblo de Taquile, un enclave del pasado en las aguas siempre azules, siempre sagradas del lago Titicaca.
El "chullo" está listo. Él observa su obra con ojos de serena satisfacción: repasa los colores y los diseños extraños. Lo usará un hombre casado de la comunidad o un turista deseoso de llevarse un recuerdo. No hay duda, le gusta tejer, lo hace desde que era un pequeñín, como ordenan las viejas tradiciones de su pueblo; pero también le gusta ella, su compañera que lo mira de soslayo.
Ahora, ya no puede ocultar su nerviosismo en el tejido. Está expuesto y desarmado. Se pone a silbar pero olvida la melodía, luego saluda a los vecinos que merodean por el sendero. Pantalones negros, camisas blancas y fajas bordadas los hombres; manto oscuro para protegerse del Sol, polleras multicolores y blusas rojas las mujeres. Él quisiera que se marcharan, que se quedaran todo el día. No es así. Se van. Lo dejan sólo.
Piensa, reflexiona, se decide a hablar. Palabras en quechua. Breves, certeras, ¿ásperas o dulces?. Ella se sonroja, sus dedos se enredan en el hilo y pierde el control del trompo de lana. Ambos ríen, ella recoge el objeto caído; él, acaricia el "chullo" como si estuviera pensando en la posibilidad de quedárselo. Tal vez, sólo tal vez, él lo necesitará muy pronto.